Juan
Rulfo
(México, 1918-1986)
El Llano en llamas
Originalmente publicado en
la revista América
Nº 64, diciembre, 1950
(El Llano en llamas,
1953)
Ya
mataron a la perra,
pero quedan los perritos...
(Corrido popular)
“¡Viva Petronilo Flores!”
El grito se vino rebotando
por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros.
Luego se deshizo.
Por un rato, el viento que
soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un
ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales.
En seguida, saliendo de
allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a
rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza junto a nosotros:
“¡ Viva mi general
Petronilo Flores!”
Nosotros nos miramos.
La Perra se
levantó despacio, quitó el cartucho a la carga de su carabina y se lo
guardó en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a donde estaban Los
cuatro y les dijo: “Síganme, muchachos, vamos a ver qué toritos
toreamos!” Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de
él, agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la
mitad de su cuerpo flaco por encima de la cerca.
Nosotros seguimos allí,
sin movernos. Estábamos alineados al pie del lienzo, tirados panza
arriba, como iguanas calentándose al sol.
La cerca de piedra
culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra
y los Cuatro, iban también culebreando como si fueran los pies
trabados. Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara
para poder ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los
amoles que nos daban tantita sombra. Olía a eso; a sombra recalentada por
el sol. A amoles podridos.
Se sentía el sueño del
mediodía.
La boruca que venía de
allá abajo se salía a cada rato de la barranca y nos sacudía el cuerpo
para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír parando bien la
oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos, como si se
estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar por
un callejón pedregoso.
De repente sonó un tiro.
Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose. Eso hizo que las
cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que
habíamos estado viendo jugar entre los amole s. En seguida las
chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también
despertaron llenando la tierra de rechinidos.
—¿Qué fue? —preguntó
Pedro Zamora, todavía medio amodorrado por la siesta.
Entonces el Chihuila
se levantó y, arrastrando su carabina como si fuera un leño, se
encaminó detrás de los que se habían ido.
—Voy a ver qué fue lo
que fue —dijo perdiéndose también como los otros.
El chirriar de las
chicharras aumentó de tal modo que nos dejó sordos y no nos dimos cuenta
de la hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando menos acordamos
aquí estaban ya, mero enfrente de nosotros, todos desguarnecidos.
Parecían ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para éste de
ahorita.
Nos dimos vuelta y los
miramos por la mira de las troneras. Pasaron los primeros, luego los
segundos y otros más, con el cuerpo echado para adelante, jorobados de
sueño. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran zambullido en
el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.
Llegó la
señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracatera allá
lejos, por donde se había ido la Perra. Luego siguió aquí. Fue
fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto, de modo que
aquello era como tirarles a boca de jarro y hacerles pegar
tamaño respingo de la vida a la muerte sin que apenas se dieran
cuenta.
Pero esto duró muy
poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga. Pronto quedó vacío
el hueco de la tronera por donde, asomándose uno, sólo se veía a los
que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si alguien
los hubiera venido a tirar allí. Los vivos desaparecieron.
Después volvieron a
aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí.
Para la siguiente descarga
tuvimos que esperar.
Alguno de nosotros gritó:
“¡Viva Pedro Zamora!”
Del otro lado
respondieron, casi en secreto: “¡Sálvame patroncito! ¡Sálvame!
¡Santo Niño de Atocha, socórreme!”
Pasaron los pájaros.
Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros hacia los cerros.
La tercera descarga nos
llegó por detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar hasta el otro
lado de la cerca, hasta más allá de los muertos que nosotros habíamos
matado.
Luego comenzó la
corretiza por entre los matorrales. Sentíamos las balas pajueleándonos
los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines. Y
de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de alguno
de nosotros, que se quebraba con un crujido de huesos. Corrimos. Llegamos
al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por allí como si nos
despeñáramos.
Ellos seguían
disparando. Siguieron disparando todavía después que habíamos subido
hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la lumbre.
“¡Viva mi general
Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!”, nos gritaron otra vez. Y
el grito se fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca abajo.
Nos quedamos agazapados
detrás de unas piedras grandes y boludas, todavía resollando fuerte por
la carrera. Solamente mirábamos a Pedro Zamora preguntándole con los
ojos qué era lo que nos había pasado. Pero él también nos miraba sin
decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el habla a todos o como
si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los pericos y nos
costara trabajo soltarla para que dijera algo. Pedro Zamora noslseguía
mirando. Estaba haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que
él tenía, todos enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos
contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos los que estábamos
allí, pero parecía no estar seguro todavía, por eso nos repasaba una
vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o
doce, sin contar a la Perra y al Chihuila a los que habían
arrendado con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que estuviera
horquetado arriba de algún amole, acostado sobre su retrocarga,
aguardando a que se fueran los federales.
Los Joseses, los
dos hijos de la Perra, fueron los primeros en levantar la cabeza,
luego el cuerpo. Por fin caminaron de un lado a otro esperando que Pedro
Zamora les dijera algo. Y dijo:
—Otro agarre como éste
y nos acaban.
En seguida,
atragantándose como si tragara un buche de coraje, les gritóa los
Joseses:
“¡Ya sé que falta su
padre, pero aguántense, aguántense tantito! Iremos por él!”
Una bala disparada de
allá hizo volar una parvada de tildíos en la ladera de enfrente. Los
pájaros cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta cerca de nosotros;
luego, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando contra el
sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la ladera de enfrente.
Los Joseses
volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio.
Así estuvimos toda la
tarde. Cuando empezó a bajar la noche llegó el Chihuila
acompañado de uno de “los Cuatro”. Nos dijeron que venían de allá
abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se habían
retirado los federales. Lo cierto es que todo parecía estar en calma. De
vez en cuando se oían los aullidos de los coyotes.
—¡Epa tú, Pichón.!
—me dijo Pedro Zamora—. Te voy a dar la encomienda de que vayas con
los Joseses hasta Piedra Lisa y vean a ver qué le pasó a la Perra.
Si está muerto, pos entiérrenlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los
heridos déjenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero no se
traigan a nadie.
—Eso haremos.
Y nos fuimos.
Los coyotes se oían más
cerquita cuando llegamos al corral donde habíamos encerrado la caballada.
Ya no había caballos, sólo estaba un burro trasijado que ya vivía allí
desde antes que nosotros viniéramos. De seguro los federales habían
cargado con los caballos.
Encontramos al resto de los
Cuatro detrasito de unos matojos, los tres juntos, encaramados uno
encima de otro como si los hubieran apilado allí. Les alzamos la cabeza y
se la zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba todavía
señales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba
otro de los nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran
macheteado. Y recorriendo el lienzo de arriba abajo encontramos uno aquí
y otro más allá, casi todos con la cara renegrida.
—A éstos los remataron,
no tiene ni qué —dijo uno de los Joseses.
Nos pusimos a buscar a la
Perra; a no hacer caso de ningún otro sino de encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él.
“Se lo han de haber
llevado —pensamos—. Se lo han de haber llevado para enseñárselo al
gobierno”; pero, aun así seguimos buscando por todas partes, entre el
rastrojo. Los coyotes seguían aullando.
Siguieron aullando toda
la noche.
Pocos días después, en
el Armería, al ir pasando el río, nos volvimos a encontrar con Petronilo
Flores. Dimos marcha atrás, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran.
Pedro Zamora pasó por delante haciendo galopar aquel macho barcino y
chaparrito que era el mejor animal que yo había conocido. Y detrás de
él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los caballos. De
todos modos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me
hundí en el río debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos
arrastró a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de agua y lleno de
arena. Aquél fue el último agarre que tuvimos con las fuerzas de
Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya
teníamos algún tiempo sin pelear, sólo de andar huyendo el bulto; por
eso resolvimos remontarnos los pocos que quedamos, echándonos al cerro
para escondernos de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan
ralos que ya nadie nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: “¡Allí
vienen los de Zamora!”
Había vuelto la paz al
Llano Grande.
Pero no por mucho tiempo.
Hacía cosa de ocho meses
que estábamos escondidos en el escondrijo del Cañón del Tozín, allí
donde el río Armería se encajona durante muchas horas para dejarse caer
sobre la costa. Esperábamos dejar pasar los años para luego volver al
mundo, cuando ya nadie se acordara de nosotros. Habíamos comenzado a
criar gallinas y de vez en cuando subíamos a la sierra en busca de
venados. Eramos cinco, casi cuatro, porque a uno de los Joseses se
le había gangrenado una pierna por el balazo que le dieron abajito de la
nalga, allá, cuando nos balacearon por detrás.
Estábamos allí,
empezando a sentir que ya no servíamos para nada. Y de no saber que nos
colgarían a todos, hubiéramos ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un
tal Armancio Alcalá, que era el que le hacía los recados y las cartas a
Pedro Zamora.
Fue de mañanita,
mientras nos ocupábamos en destazar una vaca, cuando oímos el pitido del
cuerno. Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato
volvió a oírse. Era como el bramido de un toro: primero agudo, luego
ronco, luego otra vez agudo. El eco lo alargaba más y más y lo traía
aquí cerca, hasta que el ronroneo del río lo apagaba.
Y ya estaba para salir el
sol, cuando el tal Alcalá se dejó ver asomándose por entre los sabinos.
Traía terciadas dos carrilleras con cartuchos del “44” y en las ancas
de su caballo venía atravesado un montón de rifles como si fuera una
maleta.
Se apeó del macho. Nos
repartió las carabinas y volvió a hacer la maleta con las que le
sobraban.
—Si no tienen nada
urgente que hacer de hoy a mañana, pónganse listos para salir a San
Buenaventura. Allí los está aguardando Pedro Zamora. En mientras, yo voy
un poquito más abajo a buscar a los Zanates. Luego volveré.
Al día siguiente volvió,
ya de atardecida. Y sí, con él venían los Zanates. Se les veía
la cara prieta entre el pardear de la tarde. También venían otros tres
que no conocíamos.
—En el camino
conseguiremos caballos —nos dijo. Y lo seguimos.
Desde mucho antes de
llegar a San Buenaventura nos dimos cuenta de que los ranchos estaban
ardiendo. De las trojes de la hacienda se alzaba más alta la llamarada,
como si estuviera quemándose un charco de aguarrás. Las chispas volaban
y se hacían rosca en la oscuridad del cielo formando grandes nubes
alumbradas. Seguimos caminando de frente, encandilados por la luminaria de
San Buenaventura, como si algo nos dijera que nuestro trabajo era estar
allí, para acabar con lo que quedara.
Pero no habíamos
alcanzado a llegar cuando encontramos a los primeros de a caballo que
venían al trote, con la soga morreada en la cabeza de la silla y tirando,
unos, de hombres pialados que, en ratos, todavía caminaban sobre sus
manos, y otros, de hombres a los que ya se les habían caído las manos y
traían descolgada la cabeza.
Los miramos pasar. Más
atrás venían Pedro Zamora y mucha gente a caballo. Mucha más gente que
nunca. Nos dio gusto.
Daba gusto mirar aquella
larga fila de hombres cruzando el Llano Grande otra vez, como en los
tiempos buenos. Como al principio, cuando nos habíamos levantado de la
tierra como huizapoles maduros aventados por el viento, para llenar de
terror todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que así fue. Y
ahora parecía volver.
De allí nos encaminamos
hacia San Pedro. Le prendimos fuego y luego la emprendimos rumbo al
Petacal. Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas
se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo
sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los
potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón
aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a
miel, porque la lumbre había llegado también a los cañaverales.
Y de entre el humo íbamos
saliendo nosotros, como espantajos, con la cara tiznada, arreando ganado
de aquí y de allá para juntarlo en algún lugar y quitarle el pellejo.
Ese era ahora nuestro negocio: los cueros de ganado.
Porque, como nos dijo
Pedro Zamora: ”Esta revolución la vamos a hacer con el dinero de los
ricos. Ellos pagarán las armas y los gastos que cueste esta revolución
que estamos haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por
qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero, para que cuando vengan
las tropas del gobierno vean que somos poderosos.“ Eso nos dijo. Y
cuando al fin volvieron las tropas, se soltaron matándonos otra vez como
antes, aunque no con la misma facilidad. Ahora se veía a leguas que nos
tenían miedo.
Pero nosotros también les
teníamos miedo. Era de verse cómo se nos atoraban los güevos en el
pescuezo con sólo oír el ruido que hacían sus guarniciones o las
pezuñas de sus caballos al golpear las piedras de algún camino,
donde estábamos esperando para tenderles una emboscada. Al verlos pasar,
casi sentíamos que nos miraban de reojo y como diciendo: ”Ya los
venteamos, nomás nos estamos haciendo disimulados.”
Y así parecía ser,
porque de buenas a primeras se echaban sobre el suelo, afortinados detrás
de sus caballos y nos resistían allí hasta que otros nos iban cercando
poquito a poco, agarrándonos como a gallinas acorraladas. Desde entonces
supimos que a ese paso no íbamos a durar mucho, aunque éramos muchos.
Y es que ya no se trataba
de aquella gente del general Urbano, que nos habían echado al principio y
que se asustaban a puros gritos y sombrerazos; aquellos hombres sacados
a la fuerza de sus ranchos para que nos combatieran y que sólo cuando nos
veían poquitos se iban sobre nosotros. Ésos ya se habían acabado.
Después vinieron otros; pero estos últimos eran los peores. Ahora era un
tal Olachea, con gente aguantadora y entrona; con alteños traídos desde
Teocaltiche, revueltos con indios tepehuanes: unos indios mechudos,
acostumbrados a no comer en muchos días y que a veces se estaban horas
enteras espiándolo a uno con el ojo fijo y sin parpadear, esperando a que
uno asomara la cabeza para dejar ir, derechito a uno, una de esas balas
largas de “30-30” que quebraban el espinazo como si se rompiera una
rama podrida.
No tiene ni qué, que era
más fácil caer sobre los ranchos en lugar de estar emboscando a las
tropas del gobierno. Por eso nos desperdigamos, y con un puñito aquí y
otro más allá hicimos más perjuicios que nunca, siempre a la carrera,
pegando la patada y corriendo como mulas brutas.
Y así, mientras en las
faldas del volcán se estaban quemando los ranchos del jazmín, otros
bajábamos de repente sobre los destacamentos, arrastrando ramas de
huizache y haciendo creer a la gente que éramos muchos, escondidos entre
la polvareda y la gritería que armábamos.
Los soldados mejor se
quedaban quietos, esperando. Estuvieron un tiempo yendo de un lado para
otro, y ora iban para adelante y ora para atrás, como atarantados. Y
desde aquí se veían las fogatas en la sierra, grandes incendios como si
estuvieran quemando los desmontes. Desde aquí veíamos arder día y noche
las cuadrillas y los ranchos y a veces algunos pueblos más grandes, como
Tuzamilpa y Zapotitlán, que iluminaban la noche. Y los hombres de Olachea
salían para allá, forzando la marcha; pero cuando llegaban, comenzaba
a arder Totolimispa, muy acá, muy atrás de ellos.
Era bonito ver aquello.
Salir de pronto de la maraña de los tepemezquites cuando ya los soldados
se iban con sus ganas de pelear, y verlos atravesar el llano vacío, sin
enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua honda y sin fondo que
era aquella gran herradura del llano encerrada entre montañas.
Quemamos al Cuastecomate y
jugamos allí a los toros. A Pedro Zamora le gustaba mucho este juego del
toro.
Los federales se habían
ido por el rumbo de Autlán, en busca de un lugar que le dicen La
Purificación, donde según ellos estaba la nidada de bandidos de donde
habíamos salido nosotros. Se fueron y nos dejaron solos en el
Cuastecomate.
Allí hubo modo de jugar
al toro. Se les habían quedado olvidados ocho soldados, además del
administrador y el caporal de la hacienda. Fueron dos días de toros.
Tuvimos que hacer un
corralito redondo como esos que se usan para encerrar chivas, para que
sirviera de plaza. Y nosotros nos sentamos sobre las trancas para no dejar
salir a los toreros, que corrían muy fuerte en cuanto veían el
verduguillo con que los quería cornear Pedro Zamora.
Los ocho soldaditos
sirvieron para una tarde. Los otros dos para la otra. Y el que costó más
trabajo fue aquel caporal flaco y largo como garrocha de otate, que
escurría el bulto sólo con ladearse un poquito. En cambío, el
administrador se murió luego luego. Estaba chaparrito y ovachón y no
usó ninguna maña para sacarle el cuerpo al verduguillo. Se murió muy
callado, casi sin moverse y como si él mismo hubiera querido ensartarse.
Pero el caporal sí costó trabajo.
Pedro Zamora les había
prestado una cobija a cada uno, y ésa fue la causa de que al menos el
caporal se haya defendido tan bien de los verduguillos con aquella
pesada y gruesa cobija; pues en cuanto supo a qué atenerse, se dedicó a
zangolotear la cobija contra el verduguillo que se le dejaba ir derecho, y
así lo capoteó hasta cansar a Pedro Zamora. Se veía a las claras lo
cansado que ya estaba de andar correteando al caporal, sin poder darle
sino unos cuantos pespuntes. Y perdió la paciencia. Dejó las cosas como
estaban y, de repente, en lugar de tirar derecho como lo hacen los toros,
le buscó al del Cuastecomate las costillas con el verduguillo,
haciéndole a un lado la cobija con la otra mano. El caporal pareció no
darse cuenta de lo que había pasado, porque todavía anduvo un buen rato
sacudiendo la frazada de arriba abajo como si se anduviera espantando las
avispas. Sólo cuando vio su sangre dándole vueltas por la cintura dejó
de moverse. Se asustó y trató de taparse con sus dedos el agujero que se
le había hecho en las costillas, por donde le salía en un solo chorro la
cosa aquella colorada que lo hacía ponerse más descolorido. Luego se
quedó tirado en medio del corral mirándonos a todos. Y allí se estuvo
hasta que lo colgamos, porque de otra manera hubiera tardado mucho en
morirse.
Desde entonces, Pedro
Zamora jugó al toro más seguido, mientras hubo modo.
Por ese tiempo casi todos
éramos “abajeños”, desde Pedro Zamora para abajo; después se nos
juntó gente de otras partes: los indios güeros de Zacoalco,
zanconzotes y con caras como de requesón. Y aquellos otros de la tierra
fría, que se decían de Mazamitla y que siempre andaban ensarapados como
si a todas horas estuvieran cayendo las aguasnieves. A estos últimos se
les quitaba el hambre con el calor, y por eso Pedro Zamora los mandó a
cuidar el puerto de los volcanes, allá arriba, donde no había sino pura
arena y rocas lavadas por el viento. Pero los indios güeros pronto se
encariñaron con Pedro Zamora y no se quisieron separar de él. Iban
siempre pegaditos a él, haciéndole sombra y todos los mandados que él
quería que hicieran. A veces hasta se robaban las mejores muchachas que
había en los pueblos para que él se encargara de ellas.
Me acuerdo muy bien de
todo. De las noches que pasábamos en la sierra, caminando sin hacer ruido
y con muchas ganas de dormir, cuando ya las tropas nos seguían de muy
cerquita el rastro. Todavía veo a Pedro Zamora con su cobija solferina
enrollada en los hombros cuidando que ninguno se quedara rezagado:
—¡Epa, tú, Pitasio,
métele espuelas a ese caballo! ¡Y usté no se me duerma, Reséndiz, que
lo necesito para platicar!
Sí, él nos cuidaba.
Ibamos caminando mero en medio de la noche, con los ojos aturdidos de
sueño y con la idea ida; pero él, que nos conocía a todos, nos hablaba
para que levantáramos la cabeza. Sentíamos aquellos ojos bien abiertos
de él, que no dormían y que estaban acostumbrados a ver de noche y a
conocernos en lo oscuro. Nos contaba a todos, de uno en uno, como quien
está contando dinero. Luego se iba a nuestro lado. Oíamos las pisadas de
su caballo y sabíamos que sus ojos estaban siempre alerta; por eso todos,
sin quejarnos del frío ni del sueño que hacía, callados, lo seguíamos
como si estuviéramos ciegos.
Pero la cosa se descompuso
por completo desde el descarrilamiento del tren en la cuesta de Sayula. De
no haber sucedido eso, quizá todavía estuviera vivo Pedro Zamora y el
Chino Arias y el Chihuila y tantos otros, y la revuelta hubiera
seguido por el buen camino. Pero Pedro Zamora le picó la cresta al
gobierno con el descarrilamiento del tren de Sayula.
Todavía veo las luces de
las llamaradas que se alzaban allí donde apilaron a los muertos. Los
juntaban con palas o los hacían rodar como troncos hasta el fondo de la
cuesta, y cuando el montón se hacía grande, lo empapaban con petróleo y
le prendían fuego. La jedentina se la llevaba el aire muy lejos, y muchos
días después todavía se sentía el olor a muerto chamuscado.
Tantito antes no sabíamos
bien a bien lo que iba a suceder. Habíamos regado de cuernos y huesos de
vaca un tramo largo de la vía y, por si esto fuera poco, habíamos
abierto los rieles allí donde el tren iría a entrar en la curva. Hicimos
eso y esperamos.
La madrugada estaba
comenzando a dar luz a las cosas. Se veía ya casi claramente a la gente
apeñuscada en el techo de los carros. Se oía que algunos cantaban. Eran
voces de hombres y de mujeres. Pasaron frente a nosotros todavía medio
ensombrecidos por la noche, pero pudimos ver que eran soldados con sus
galletas. Esperamos. El tren no se detuvo.
De haber querido lo
hubiéramos tiroteado, porque el tren caminaba despacio y jadeaba como si
a puros pujidos quisiera subir la cuesta. Hubiéramos podido hasta
platicar con ellos un rato. Pero las cosas eran de otro modo.
Ellos empezaron a darse
cuenta de lo que les pasaba cuando sintieron bambolearse los carros,
cimbrarse el tren como si alguien lo estuviera sacudiendo. Luego la
máquina se vino para atrás, arrastrada y fuera de la vía por los carros
pesados y llenos de gente. Daba unos silbatazos roncos y tristes y muy
largos. Pero nadie la ayudaba. Seguía hacia atrás arrastrada por aquel
tren al que no se le veía fin, hasta que le faltó tierra y yéndose de
lado cayó al fondo de la barranca. Entonces los carros la siguieron, uno
tras otro, a toda prisa, tumbándose cada uno en su lugar allá abajo.
Después todo se quedó en silencio como si todos, hasta nosotros, nos
hubiéramos muerto.
Así pasó aquello.
Cuando los vivos
comenzaron a salir de entre las astillas de los carros, nosotros nos
retiramos de allí, acalambrados de miedo.
Estuvimos escondidos
varios días; pero los federales nos fueron a sacar de nuestro escondite.
Ya no nos dieron paz; ni siquiera para mascar un pedazo de cecina en paz.
Hicieron que se nos acabaran las horas de dormir y de comer, y que los
días y las noches fueran iguales para nosotros. Quisimos llegar al
cañón del Tozín; pero el gobierno llegó primero que nosotros.
Faldeamos el volcán. Subimos a los montes más altos y allí, en ese
lugar que le dicen el, Camino de Dios, encontramos otra vez al gobierno
tirando a matar. Sentíamos cómo bajaban las balas sobre nosotros, en
rachas apretadas, calentando el aire que nos rodeaba. Y hasta las
piedras detrás de las que nos escondíamos se hacían trizas una tras
otra como si fueran terrones. Después supimos que eran ametralladoras
aquellas carabinas con que disparaban ahora sobre nosotros y que dejaban
hecho una coladera el cuerpo de uno; pero entonces creímos que eran
muchos soldados, por miles, y todo lo que queríamos era correr de ellos.
Corrimos los que pudimos.
En el Camino de Dios se quedó el Chihuila, atejonado detrás de un
madroño, con la cobija envuelta en el pescuezo como si se estuviera
defendiendo del frío. Se nos quedó mirando cuando nos íbamos cada quien
por su lado para repartirnos la muerte. Y él parecía estar riéndose de
nosotros, con sus dientes pelones, colorados de sangre.
Aquella desparramada que
nos dimos fue buena para muchos; pero a otros les fue mal. Era raro que no
viéramos colgado de los pies a alguno de los nuestros en cualquier palo
de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían viejos y se
arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los comían por
dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura cáscara. Y como los
colgaban alto, allá se estaban campaneándose al soplo del aire muchos
días, a veces meses, a veces ya nada más las puras tilangas de los
pantalones bulléndose con el viento como si alguien las hubiera puesto a
secar allí. Y uno sentía que la cosa ahora sí iba de veras al ver
aquello.
Algunos ganamos para el
Cerro Grande y arrastrándonos como víboras pasábamos el tiempo mirando
hacia el llano, hacia aquella tierra de allá abajo donde habíamos nacido
y vivido y donde ahora nos estaban aguardando para matarnos. A veces hasta
nos asustaba la sombra de las nubes.
Hubiéramos ido de buena
gana a decirle a alguien que ya no éramos gente de pleito y que nos
dejaran estar en paz; pero, de tanto daño que hicimos por un lado y otro,
la gente se había vuelto matrera y lo único que habíamos logrado era
agenciarnos enemigos. Hasta los indios de acá arriba ya no nos querían.
Dijeron que les habíamos matado sus animalitos. Y ahora cargan armas que
les dio el gobierno y nos han mandado decir que nos matarán en cuanto nos
vean:
“No queremos verlos;
pero si los vemos los matamos”, nos mandaron decir.
De este modo se nos fue
acabando la tierra. Casi no nos quedaba ya ni el pedazo que pudiéramos
necesitar para que nos enterraran. Por eso decidimos separarnos los
últimos, cada quien arrendando por distinto rumbo.
Con Pedro Zamora anduve
cosa de cinco años. Días buenos, días malos, se ajustaron cinco años.
Después ya no lo volví a ver. Dicen que se fue a México detrás de una
mujer y que por allá lo mataron. Algunos estuvimos esperando a que
regresara, que cualquier día apareciera (le nuevo para volvernos a
levantar en armas; pero nos cansamos de esperar. Es todavía la hora en
que no ha vuelto. Lo mataron por allá. Uno que estuvo conmigo en la
cárcel me contó eso de que lo habían matado.
Yo salí de la cárcel
hace tres años. Me castigaron allí por muchos delitos; pero no porque
hubiera andado con Pedro Zamora. Eso no lo supieron ellos. Me agarraron
por otras cosas, entre otras por la mala costumbre que yo tenía de robar
muchachas. Ahora vive conmigo una de ellas, quizá la mejor y más buena
de todas las mujeres que hay en el mundo. La que estaba allí, afuerita de
la cárcel, esperando quién sabe desde cuándo a que me soltaran.
—¡Pichón, te
estoy esperando a ti —me dijo—. Te he estado esperando desde hace
mucho tiempo.
Yo entonces pensé que me
esperaba para matarme. Allá como entre sueños me acordé de quién era
ella. Volví a sentir el agua fría de la tormenta que estaba cayendo
sobre Telcampana, esa noche que entramos allí y arra samos el pueblo.
Casi estaba seguro de que su padre era aquel viejo al que le dimos su
aplaque cuando ya íbamos de salida; al que alguno de nosotros le
descerrajó un tiro en la cabeza mientras yo me echaba a su hija sobre la
silla del caballo y le daba unos cuantos coscorrones para que se calmara y
no me siguiera mordiendo. Era una muchachita de unos catorce años, de
ojos bonitos, que me dio mucha guerra y me costó buen trabajo amansarla.
—Tengo un hijo tuyo —me
dijo después—. Allí está.
Y apuntó con el dedo a un
muchacho largo con los ojos azorados:
—¡Quítate el sombrero,
para que te vea tu padre!
Y el muchacho se quitó el
sombrero. Era igualito a mí con algo de maldad en la mirada. Algo de eso
tenía que haber sacado de su padre.
—También a él le dicen
el Pichón —volvió a decir la mujer, aquella que ahora es mi
mujer—. Pero él no es ningún bandido ni ningún asesino. Él es gente
buena.
Yo agaché la cabeza.
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